Hace días el Dalai Lama criticó con inusual dureza a China acusándola de someter a los tibetanos a “un infierno en la Tierra”. Fue su reacción a la obscena intervención del presidente Hu Jintao ante los obedientes delegados del Legislativo comunista: “debemos construir una Gran Muralla en nuestra lucha contra el separatismo y salvaguardar la unidad de la madre patria”, declaró en referencia a un Tíbet que, de facto, sigue bajo el yugo de la ley marcial.
Con comentarios así, sería de agradecer que la Audiencia Nacional se pusiera manos a la obra y acelerara la causa abierta contra siete altos cargos chinos por un delito de lesa humanidad. Así se prestigiaría un poco. Porque, claro, después de 60 años de abusos y crueldad en Tíbet, lo decente sería crujir del todo a esos siete magníficos de la barbarie habitual. Condena simbólica, sin duda, pero humillante para Pekín. Y, ya puestos, se podrían calzar también al Politburó en bloque: eso sí que sería justicia universal.
Y es que, desde la invasión, el totalitarismo chino ha mostrado en el Tíbet su peor cara. Sofocaron a sangre y fuego la primera sublevación, en 1959, lo que llevó al exilio al líder espiritual del budismo tibetano. Eso fue sólo el principio: siguió la represión religiosa, el aniquilamiento cultural, la discriminación económica contra los tibetanos y a favor de los colonos chinos, la asimilación étnica y la homogenización a la fuerza con la coartada de la modernización.
En total, más de un millón de muertos, según los tibetanos. Un 20 por ciento de la población autóctona. Con esa hoja de servicios, lo inaudito es que Pekín mantenga ese discurso entre rencoroso y esquizofrénico contra el Dalai Lama, como si fueran ellos las víctimas y pese a su poderío militar, económico y diplomático. Resulta inaudito la hostilidad que muestran contra un puñado de monjes que, sin embargo, son capaces de hacerles perder los nervios con bastante frecuencia.
La última vez, ayer mismo, cuando bloquearon el YouTube chino para impedir que se vieran en China unas imágenes que muestran, supuestamente, la represión de la dictadura durante los altercados del año pasado en Lhasa y otras ciudades tibetanas. Las imágenes, colgadas en la web del Gobierno tibetano en el exilio, son tremendas, por duras y explícitas. A Pekín le habría bastado con ningunear el caso; pero no, su respuesta es bloquear YouTube. Sacar el lanzallamas es lo que más les pone.
Pero entonces no se pueden quejar de que la opinión pública internacional les critique. Es lo mismo que cuando cierran el Tíbet a los extranjeros, en concreto a los periodistas extranjeros, para que no haya testigos de sus tropelías. Tienen todo el derecho, desde luego, pero que entonces no se sorprendan si a los periodistas nos predispone a favor de la causa tibetana. Si no tienen nada que esconder, si lo que muestra el vídeo de YouTube no es verdad, que dejen que los periodistas lo comprueben por si mismos.
Por supuesto, todo ello acontece sin rastro alguno de autocrítica. Lo que demuestra el alma de este sucio régimen: cuando se sabe fuerte, no negocia, sino que aplasta e impone. Preludio de lo que nos espera cuando China se convierta en una superpotencia. Pero su fracaso es que la represión no ha podido silenciar las protestas.
También, en su estrategia de esperar a que muera el Dalai Lama para liquidar el problema tibetano, dejan un cabo sin atar: ¿qué ocurrirá con todos esos jóvenes que no comparten la ‘tercera vía’ y el acercamiento pacífico del Dalai Lama cuando éste muera? Ahora el líder espiritual del budismo tibetano los mantiene a raya, pero ¿qué ocurrirá cuando él no esté? ¿Se radicalizarán o empuñarán las armas? ¿Se incendiará el Tíbet?
China ha sido muy torpe al no solucionar el conflicto a lo largo de los últimos 60 años. Si la cosa va a peor, serán los únicos culpables.